El 15 de enero de este año en el mar de Ventanilla, aproximadamente 11 900 barriles (1.65 millones de litros) de crudo fueron vertidos en el litoral peruano, causando una catástrofe ecológica que ha puesto los ojos del mundo en el Perú. Sin embargo, durante los últimos 22 años se han registrado más de 500 casos de derrames de petróleo en la Amazonía peruana. Las organizaciones indígenas llevamos décadas reclamando justicia por los innumerables impactos negativos que los derrames han ocasionado en nuestras comunidades.
En esta oportunidad el derrame se dio a mar abierto, afectando a parte del litoral de la capital limeña, causando graves daños sobre una gran extensión marítima que alberga una enorme biodiversidad, y que además es una de las principales fuentes de ingreso para muchas familias, así como una de las zonas más importantes de abastecimiento de alimentos marinos de Lima metropolitana y el Callao. Por ello las reacciones de preocupación e indignación no se hicieron esperar en la comunidad nacional e internacional, las cuales exigen medidas drásticas y sanciones ejemplares. Pero es importante evidenciar también cómo los derrames petroleros en la Amazonía destruyen la biodiversidad y afectan los medios de alimentación y de vida de los pueblos indígenas.
REPSOL, la empresa responsable del derrame, ha intentado minimizar el impacto, manteniendo un discurso extractivista que trata a la naturaleza como un “recurso” o un “bien” de lucro. Estas lógicas que mercantilizan y arrasan con nuestra Madre Tierra, son las que los pueblos indígenas venimos enfrentando sin ningún tipo de respuesta efectiva y definitiva por parte del Estado, y por el contrario se nos criminaliza y se nos etiqueta como las y los opositores al “progreso”.
Asimismo, estas reacciones y atención diferenciada tanto en los medios como en la opinión pública en general evidencia el racismo presente en nuestra sociedad. Cuando las y los indígenas protestamos, incomodamos, no se nos quiere escuchar y mucho menos atender nuestras legítimas demandas en favor de nuestros derechos individuales y colectivos como peruanos y peruanas que también somos.
Este derrame ha puesto en evidencia no sólo las debilidades institucionales del Estado en la gestión de los desastres ambientales, sino, además, la pasividad con la que durante años viene fiscalizando las operaciones de este hidrocarburo, y la poca o nula aplicación de su función sancionadora, lo que se traduce en impunidad. Muestra de ello es que, según registros del OSINERGMIN y la OEFA, el 65.4% de derrames en la Amazonía peruana han sido ocasionados por corrosión de ductos, fallas operativas, así como condiciones inseguras de las operaciones. Sólo el lote 192, el más grande y antiguo del país, según el informe “La sombra del petróleo” elaborado por Oxfam y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, da cuenta de áreas arrasadas por la contaminación petrolera, donde la tierra tiene altos niveles de crudo y metales, en una extensión que equivale a 231 estadios nacionales.
Las muestras tomadas por el MINSA grafican la afectación directa sobre los pueblos indígenas cuyos territorios se ubican cerca de los lotes petroleros, los que presentan elevados niveles de metales tóxicos en la sangre, como plomo, arsénico, mercurio y cadmio. Sustancias que desencadenan graves consecuencias en el sistema nervioso e inmunológico, así como también enfermedades relacionadas a la insuficiencia renal o cáncer, entre otras. En los niños y niñas, provocan dificultades en el aprendizaje.
El derrame de Ventanilla, la impunidad, desinterés y maltrato al pueblo y a la naturaleza, sorprende a Lima, pero la viven los pueblos indígenas amazónicos desde hace 50 años en forma permanente. La exploración de hidrocarburos implica miles de kilómetros abiertos en la selva, toneladas de explosivos, vuelos de helicópteros, miles de obreros y sus deshechos, que no solo alejaron la fauna ahondando la desnutrición, sino que ha conllevado invasiones, despojos, violaciones sexuales y otras violencias contra nuestras hermanas. La explotación de hidrocarburos (privada o estatal, al final es lo mismo) implica miles de barriles de desechos tóxicos vertidos a las cochas, quebradas y ríos, centenares de comuneros y comuneras con metales tóxicos en el cuerpo por años y lagunas enteras destruidas.
Es necesario identificar cómo esta situación de contaminación afecta diferenciadamente a las mujeres indígenas, quiénes en su mayoría se encargan de las labores de cuidado de la familia y son limitadas para acceder a fuentes limpias de agua, los alimentos son escasos y las presiones por el desarrollo integral de sus hijos aumentan.
Son más de 2000 pasivos ambientales amazónicos que permanecen impunes por décadas con “reparaciones” superficiales sin la debida restauración ambiental. No hay ninguna comunidad que haya “progresado” conviviendo con los hidrocarburos, sino al contrario, abunda la desnutrición, alcoholismo, corrupción y prostitución. Hay corrupción, complicidad y falta de voluntad política para poner freno a esta destrucción de pueblos y territorios, debido al poder que ejercen estas empresas extractivas sobre nuestras instituciones del Estado, a nivel nacional y regional. Las grandes empresas imponen sus agendas al Estado.
Ninguna actividad extractiva puede llamarse sostenible en tanto impacte de manera definitiva y negativa sobre el medio ambiente, la salud, la alimentación y las fuentes de trabajo, por lo tanto, no existen en el Perú “hidrocarburos verdes o amigables”. Es urgente acelerar la transición hacia energías renovables limpias, cómo la energía solar, eólica, entre otras.
Las organizaciones indígenas llevamos años luchando por salvaguardar nuestros territorios, nuestra seguridad y soberanía alimentaria, por la limpieza de nuestras aguas contaminadas por la explotación de hidrocarburos en la Amazonía, sin respuesta. Por lo que en este contexto y con un amplio conocimiento sobre los severos e irreversibles impactos de la contaminación por petróleo en nuestros territorios, exigimos:
Planes de limpieza adecuados, eficientes y en diálogo con los pueblos afectados.
Sanciones drásticas y efectivas a las empresas responsables.
Implementación prioritaria de medidas adecuadas y responsables de salud para las personas afectadas por metales pesados y sustancias tóxicas.
Reparación económica para las víctimas de los derrames petroleros producidos en las últimas décadas.
Transición hacia una nueva matriz energética con energías limpias y renovables.
Respeto de nuestros territorios ancestrales y de nuestra madre naturaleza.
Nueva constitución, que nos reconozca como un país pluricultural y donde la tierra y el territorio se protejan no como bienes mercantilizados, sino como fuente de vida, identidad y derechos.
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